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Ortega Muñoz, pegado a la tierra

crónica de marzo 1999, sobre la exposición en el antiguo MEAC. Av.Juan de Herrera, 2. Madrid.



Al fin, después de casi treinta años (la última antológica tuvo lugar en Madrid en 1970), vuelve a exponerse un conjunto considerable de la pintura de Godofredo Ortega Muñoz (San Vicente de Alcántara, Badajoz, 1905-Madrid, 1982), uno de los pintores más representativos de la pintura española de paisaje.

En este caso, más de un centenar de cuadros, en su mayoría propiedad de los herederos del artista. En la primera sala seguimos la evolución temprana del pintor en los años veinte y treinta, desde sus paisajes impresionistas de sombras azules y claridades doradas hasta la influencia de Cézanne y del “retorno al orden”. La segunda sala recoge la obra creada por Ortega Muñoz a partir de su regreso a España en 1940, cuando se instala en su pueblo: abundan entonces las figuras de campesinos, de animales de carga, los bodegones agrícolas y el dibujo y la factura se vuelven un punto más toscos, como deliberadamente rústicos.

Hacia 1952, año en que el pintor se viene a vivir a Madrid, comienza su período de madurez. Ortega Muñoz es el mejor ejemplo de los efectos de autolimitación en la creación artística. Cuanto más reduce su vocabulario pictórico, mayor eficacia decorativa y expresiva alcanza. Sus paisajes son como variaciones musicales sobre un mismo tema. Los campos de Extremadura, de Castilla, de La Rioja o de Lanzarote, en una restringida gama de pardos, ocres, grises: siempre colores terrosos, sordos y mates. El horizonte muy elevado acentúa el carácter terrestre (y ostensiblemente plano) de la imagen.


Un repertorio de formas -viñas, olivos, retamas, surcos, veredas, cercas de piedra- salpica las superficies con ritmos ornamentales y sugiere a la vez la profundidad espacial.

No hay en estos cuadros vacíos de figuras humanas, ni rastro de anécdota. Son paisajes callados y ensimismados, que si hablan de algo es, como decía el propio pintor, del esfuerzo campesino, de los trabajos y los días siempre iguales, y donde la única gesticulación es la de esos castaños podados que se levantan hacia el cielo casi como manos humanas.

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