Suele decirse que los artistas crean pensando en sus propios designios y en la posteridad, en el hombre venidero, pero inevitablemente reciben el influjo de la crítica y el público de su tiempo. Nadie logra evitar ser contemporáneo de sí mismo. De las páginas futuras, de la páginas todavía no escritas de la Historia Universal -ya sean de Arte o de la Literatura, tanto da- es difícil que puedan llegarle al creador sugestiones de ninguna clase. En cambio, cuánto daño consigue hacer la crítica adversa de un coetáneo o qué impulso tan íntimo y decisivo pueden infundir unos elogios en letra impresa. Esto ocurre no sólo con el pintor, escritor o músico que comienza. A muchos, a todos quizá, cada exposición que inauguran - o cada nueva novela, o cada estreno - les producen idéntica zozobra.
Y si esto es así, más o menos así, no será ocioso indagar quiénes manifestaron su manifestaron su apoyo intelectual y estético a Godofredo Ortega Muñoz antes de alcanzar el pedestal de la consagración. Pero más aún importa conocer en qué momento su pintura concitó el interés unánime de los críticos, cuáles fueron las más firmes adhesiones y también las iniciales reticencias -si es que las hubo- de sus contemporáneos. Convocar a todos los que escribieron sobre su pintura sería punto menos que imposible. Resultaría, sobre todo, tedioso e innecesario. Redundante también, si tenemos en cuenta que al acuñarse la imagen definitoria de un pintor las referencias comparativas o las metáforas que intentan expresar y transmitir al público las cualidades y calidades de su obra -esa combinación de materia poética y precisión técnica que suele ofrecernos la crítica de arte- irá pasando de una reseña a otra, y de la reseña al catálogo o la monografía.
‹‹Conseguir una etiqueta es tener ganada la mitad de la batalla››, leemos en las reflexiones sobre la creación que el narrador y crítico de arte John Berger atribuye a uno de los personajes de su novela Un pintor de hoy. Y en el caso de Ortega Muñoz, su victoria contra el misoneísmo de la posguerra quizá se deba a una temprana acreditación estética que resultó compatible con los cánones ideológicos vigentes en la España de los cincuenta. Esta marca de fábrica fue acuñada a lo largo de esos años por varios críticos prestigiosos y por algún poeta que había sobrevivido a la guadaña del exilio y sorteaba penurias escribiendo artículos de arte. Esencialidad, franciscanismo, rigorismo ascético -que hay quién llegó a emparentar con el propio San Pedro de Alcántara, al que encuentran incluso parecido fisonómico con el pintor- ‹‹realismo místico›› zurbaranianos, rasgos todos ellos que supuestamente le llegarían a través de los veneros de su extremeñidad. Estas y otras parecidas serán las imágenes recurrentes que hallaremos, con mejor o peor fortuna estilística, en casi todas las críticas que durante más de dos décadas celebraron los éxitos del pintor extremeño. Y en el retrato de época de este ‹‹Azorín de la pintura››, que ‹‹no pinta santos pero santifica todo lo que pinta›› se yuxtaponen, tal y como hemos dicho, elementos constitutivos de su identidad pictórica con rasgos prosopográfico o antropológicos. Sólo en los años setenta hallaremos una reivindicación de Ortega Muñoz desde nuevos ángulos, incluso con matices de autocrítica en artículos de algunos opositores al franquismo, que quizá anteriormente habían prejuzgado su éxito en las exposiciones oficiales como una maniobra aperturista del régimen en el terreno del arte.
Hay que recordar que la década de los cincuenta se inició con varios acontecimientos esenciales para el pintor. A finales de 1951 tuvo lugar la I Exposición Bienal Hispanoamericana en el Museo de Arte Contemporáneo de Madrid. En la sala X, junto a Zabaleta, colgaban seis óleos de Ortega Muñoz ‹‹Dos interpretaciones campesinas opuestas y admirables›› leemos en uno de los titulares de la crónica que el ABC del sábado 29 de diciembre dedicó al acontecimiento. ‹‹Zabaleta y Ortega Muñoz frente a frente››, decía otro de los encabezamientos; a renglón seguido el crítico, posiblemente José Camón Aznar, tomaba sutilmente partido: ‹‹En Zabaleta, las formas de agreste solidez se hallan rayadas por zarpazos solares. Noches de luna calcárea y mediodías abiertos en gayos amarillos, iluminan estos lienzos sonoros de perdices y élitros de cigarra››.Solo le restó añadir que eran ‹‹motivos de azulejo y papeles de vasar››, artesanías decorativas. En cambio en los paisajes de Ortega Muñoz ‹‹el campo extremeño es visto desde un intimismo cromático que raspa las luces y las perspectivas espectaculares y deja sólo su esencia confidente y directa››. Y añade: ‹‹Estos lienzos parecen fruto de una amorosa contemplación, no sabiendo si copian la realidad o su reflejo en el alma››. Casi todos los críticos del momento destacaron elogiosamente los cuadros de Ortega Muñoz que pudieron contemplarse en aquella magna exposición -la primera muestra oficial importante del franquismo- previo pago de la entonces nada despreciable cantidad de cinco pesetas.
Coincidiendo con la bienal, Juan Antonio Gaya Nuño, Gerardo Diego y Luis Felipe Vivanco hablaron y escribieron sobre la pintura de Ortega Muñoz y sus palabras obtuvieron una enorme resonancia. Lo mismo puede decirse de la monografía sobre la vida y la obra del pintor que Eduardo Llosent y Marañón publicó también por estas mismas fechas.
El ensayo de Llosent y Marañón -que hoy nos parece de modesto porte con sus 88 páginas, incluida la versión inglesa realizada por David G. Rowlands, cinco láminas en color y 32 reproducciones en blanco y negro- no sólo resultó ser un texto capital sobre Ortega, sino también un auténtico acontecimiento editorial en lo que a libros de arte se refiere. Basta leer las reseñas de Juan Antonio Gaya Nuño y de Luis Felipe Vivanco, para darse cuenta del enorme impacto que causó la calidad del papel o la destreza tipográfica -excelencias casi olvidadas tras el desmantelamiento material y humano causado en las artes gráficas españolas por la guerra civil-, sin desestimar por supuesto los contenidos de un libro que, por otra parte, estaba escrito con verdadera eficacia y tino pedagógico. Llosent había organizado la monografía en tres partes: el breve pero bien documentado apunte biográfico, un esclarecedor diálogo con el artista y una interpretación de su pintura. De manera que, a través de cada una de estas tres partes ‹‹pasamos, del hombre particular y anecdótico, al artista, y de este a la proyección espiritual de su obra››.
Muchas ideas de Gerardo Diego sobre Ortega, al igual que amplios pasajes del libro de Llosent, serán reproducidos y citados con insistencia en las múltiples reseñas, críticas y reportajes periodísticos que aparecerías después a lo largo de casi tres décadas. El ensayo de Gerardo Diego, que se recoge en toda su extensión en el tomo V de sus obras completas bajo el título ‹‹La Pintura esencial de Ortega Muñoz››, pudo leerse también, dividido en fragmentos y como artículos con títulos independientes y ligeras variaciones, en distintos diarios y revistas. Del mismo modo, Eduardo Llosent publicó en un periódico de la época su diálogo con Ortega Muñoz, que, como hemos dicho, constituye el capítulo central de la monografía dedicada al pintor extremeño, pero en esta ocasión las variantes entre ambas versiones no parecen del todo accesorias y quizás merecen comentario aparte.
En una entrevista como aquella no podía faltar una pregunta sobre el tema de las influencias artísticas y Ortega, instado por Llosent a establecer una nómina de afinidades respondió ‹‹Ya le cité los primitivos italianos; sobre todos, Cimabue y el Giotto. Como extremeño tengo muy dentro de mí a Zurbarán. Entre los modernos Van Gogh -algo estridente a veces- Cézanne, Picasso y Juan Gris››. Tal es la respuesta que leemos en la página 27 del ensayo publicado en 1952, pero en el resumen del mencionado diálogo que Llosent publicó en la prensa por esas mismas fechas, este último párrafo es bien distinto: ‹‹ Entre los modernos, Van Gogh -algo estridente a veces- Cezanne, Arturo Tosi, Morandi y Edvard Munch, el noruego››. Esta sustitución de Picasso y Juan Gris por Tossi y Morandi que hallamos en tan escueta relación de preferencias no es quizá asunto baladí, y no porque denote una filiación pictórica de Ortega con la que alguna vez se ha especulado -sobre todo en lo referido al despojamiento metafísico de los bodegones de Morandi- seguramente sin demasiado fundamento. Ya en 1970 Santos Torroella aludía a esta posible influencia en un artículo más bien sustractivo y reticente que le dedicó a Ortega en su Dietario artístico: ‹‹En el todavía desarbolado mundo artístico de nuestra posguerra, Ortega Muñoz aportaba entonces algo nuevo con aquellos bodegones, con los cuales, sin embargo, se advertían ciertos rezagos italianos, tal vez con Morandi al fondo…››. No faltarán todavía hoy quienes quieran, al arrimo del creciente prestigio de Morandi, subrayar este supuesto parecido con el pintor extremeño, cuyas claves, por lo demás, pueden buscarse en la común afinidad con los primitivos italianos. Que Ortega recordase la pintura de Morandi o de otros grandes solitarios no significa otra cosa que estaban al tanto de quienes como él laboraban al margen de perturbaciones ambientales.
Por todo lo dicho parece claro que los textos de Gerardo Diego, Eduardo Llosent, Luis Felipe Vivanco contribuyeron, junto con los artículos y reseñas de los grandes críticos de los cincuenta y sesenta –Sánchez Camargo sobre todo, pero también Gaya Nuño, Camón Aznar, Moreno Galván o Florentino Pérez Embid- a elevar la pintura de Ortega Muñoz en la consideración del público y del mundo del arte. Una selección de estos artículos y monografías debe, por ello mismo, constar en cualquier antología de textos sobre el pintor extremeño.
Pero el perfil de su vida profesional no quedaría bien dibujado si no reflejásemos también ciertas reticencias que conoció Ortega, coincidiendo con el periodo de máximo esplendor y popularidad, con esa vertiginosa recta de su carrera que comienza con la I Bienal Hispanoamérica de 1951 y culmina con la excepcional antológica del Casón del Buen Retiro en 1970.
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A poco que intentemos comprender estas críticas negativas veremos que lo son en gran medida por motivos ajenos a las consideraciones artísticas, y que muy bien pueden ser explicadas por las circunstancias sociopolíticas. Recordemos que Gerardo Diego regresó demasiado pronto a la España Nacional y luego se había acomodado discretamente a la situación en su destino como profesor en el Instituto Beatriz Galindo, y que Eduardo Llosent fue nombrado director del Museo de Arte Moderno por Eugenio d' Ors en la inmediata posguerra o que Vivanco era miembro destacado de la élite cultural falangista. Por lo tanto, si estos tres mentores fueron una buena recomendación para Ortega al comienzo de los cincuenta, muy bien pudo ocurrir que después se convirtieran en una rémora cuando la crítica y la cultura en general comenzó a alinearse con la oposición al franquismo. Ya hemos aludido antes al artículo sobre Ortega Muñoz del poeta, ensayista y crítico de Arte Santos Torroella, quién lo enjuiciaba desde la disidencia catalanista como un pintor crecido al amparo de las bienales, que salvo excepciones había expuesto siempre ‹‹en locales oficiales u oficiosos››, aunque no dejaba de reconocer que, a diferencia del arte precedente, el pintor extremeño se hallaba ‹‹liberado ya de la férula académica›› y aportaba algo nuevo. Según Torroella Ortega, aunque fuera de manera inconsciente o involuntaria, estaría contribuyendo a una renovación sin traumas del arte oficial, lo que entonces equivalía a decir la imagen cultural del régimen : ‹‹El arte oficial, en trance de crisis y de urgente renovación, no podría hallar mejor salida para "cumplirse" de algún modo en algo de lo que se está haciendo que una pintura como la de Ortega Muñoz, reflejo no exacerbado de muchas inquietudes actuales y bastante inocua en general para que apoyarla o ampararla pueda significar correr una disparatada aventura››. La inauguración de la magna exposición de Ortega en al Casón del Buen Retiro, con su comitiva de políticos ampliamente reflejada por la prensa gráfica y la cadena de periódicos del Movimiento, tampoco debió de favorecerle ante la mirada crítica de la izquierda.
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Hemos hallado al menos un caso de sincera palinodia en el poeta José Hierro, quien siete años después y tras un conocimiento personal de Ortega Muñoz, reconocía su desmesura y parcialidad en la ‹‹diatriba negativa y negadora›› que él mismo había dedicado con motivo de la antológica del Casón. El propio Santos Torroella llegó a reconocer en 1988 que su cicatera valoración inicial de la obra de Ortega estaba condicionada por el contexto de las exposiciones, más que por valoraciones estéticas negativas.
Hay que decir también que ya en los años setenta comenzó a realizarse una especie de ‹‹relectura de izquierdas›› de la pintura de Ortega.
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Así, por ejemplo, Umbral lo presentará en una célebre entrevista como un creador comprometido con su obra, que no puede pintar ‹‹burgueses ni caballos›› y que por ello mismo ‹‹es un pintor social sin saberlo quizá››.
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Más contundente aún fue Leopoldo Azancot cuando reclamaba la necesidad de ‹‹rescatar a Ortega Muñoz de sus intérpretes, pues sólo así, liberada su obra de excrecencias exegéticas, podrá ser visto en su autenticidad››. A Ortega no cabe atribuirle esa calidad de ‹‹enaltecedora pintura regional››, como hiciera, por ejemplo, Gaya Nuño, ni menos aún suponerle caracteres raciales a un pintura que en todo caso es una meditación transfenoménica, y por ello universalista, de la naturaleza. En opinión de Azancot, ‹‹la voluntad de regionalismo de este pintor extremeño, fue entendida por los críticos de los años autárquicos y de los posteriores en un sentido fascista, como exaltación de los valores sombríos de la sangre y de la tierra, con lo que falseó singularmente el sentido de una obra carente de toda connotación ideológica perniciosa de este jaez››. Porque, ¿qué es lo que nos conmueve de los paisajes de Ortega?. No es, desde luego, su color local, su pintoresquismo, sino por el contrario lo que hay en ellos de eterno y esencial, su soledad, su inmutable belleza, siempre igual siempre distinta.
Naturalmente, esta perspectiva de juicio sobre la obra de Ortega ha de ser tenida en cuenta, del mismo modo que tampoco puede estar ausente en una selección de textos la recepción regional de su pintura, que en ocasiones corrió a cargo de escritores que mantenían con el artista profundas afinidades espirituales. Si no los recogiéramos, prodríamos incurrir en un olvido injusto, pero sobre todo en omisión histórica imperdonable, por cuanto también ellos, sus paisanos cultos, los críticos y escritores de su tierra, le ayudaron a encontrar el tono de un paisaje trascendido, despojado de violencias cromáticas, más íntimo y esencial. Extremadura, que hasta ahora ha sido tierra sin depósitos de la memoria, sin museos, bibliotecas, ni universidades, puede producirle al viajero desavisado - o al estante limitado por las anteojeras del prejuicio- una engañosa sensación de territorio ignaro en donde todo cultivo del intelecto comenzó con su proverbial llegada. Quizá por ello Michel Hubert Lépicouché ha podido hablar recientemente de ‹‹ausencia de publicaciones›› y de ‹‹falta de interés y de conocimiento por parte de las editoriales regionales›› hacia la vida y la obra de Godofredo Ortega Muñoz
Para corregir tan apresurada afirmación, y de paso dar testimonio de la temprana acogida que críticos y escritores extremeños depararon a la pintura de su paisano, no podía faltar una selección de los textos, por lo demás nada despreciables, que fueron apareciendo en los periódicos de la región a partir de los años cincuenta.
La crítica, como la espiral del serpentín, suele someter el prestigio de una obra a los altibajos y volatines de un lento proceso de decantación, pero el tiempo, que es el crisol último y más poderoso, termina aquilatando su verdadero mérito. Y el tiempo y el reposado silencio no ha hecho sino esclarecer y acrecentar el alto grado de estima que gozó siempre la pintura de Godofredo Ortega Muñoz.
@artículo publicado en franciscotomasperez.com
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