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de lo sencillo a lo sublime

Crónica publicada en agosto de 2008 en “Qué de arte”



El Arte Español del siglo XX está tan lleno de grandes personalidades que a veces nos olvidamos de otros artistas que, desde una postura más discreta, también hicieron grandes aportaciones a la cultura de un país en horas difíciles. Siempre es bueno rescatar al pintor extremeño Godofredo Ortega Muñoz (1899-1982), autor de esta tierna y a la vez inquietante escena rural de burros que nos observan desde la cancela de una cerca torpemente cerrada con un gran pedrusco que puede deslizarse en cualquier momento.




Cuando la mayor parte de pintores españoles, muchos desde el exilio, apostaron por la desaparición de la figuración, otros, como Ortega Muñoz, mantuvieron un diálogo constante con la realidad. Esto no quiere decir que el extremeño no viajara ni recibiera influencias exteriores, puesto que durante más de dos décadas estuvo recorriendo incansablemente el viejo continente, y en su obra, los estudiosos han querido ver estrechas relaciones con el arte italiano, desde los clásicos a los contemporáneos, caso de los sensacionales Giorgio de Chirico, Carlo Carrá o Giorgio Morandi.
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Sea como fuere, a Ortega Muñoz lo encontramos trabajando en la España de la segunda mitad del siglo XX. Y lo hace desde la emoción. Lo hace a través de paisajes extremeños y castellanos, fundamentalmente rurales, en los que paulatinamente va despojándose de todo lo accesorio para centrarse en la esencia de las cosas. Digamos que es un paisaje tendente a la abstracción, una pintura de las pequeñas cosas, como hiciera trescientos años el también extremeño Francisco de Zurbarán. Su pintura pasa a convertirse en un silencioso recorrido por los campos de labor de su tierra natal, en los que los ocres y marrones alcanzan un papel protagonista. Pero lo más interesante de su obra, lo más sorprendente, es esa magia para dotar de belleza aquello que en principio es sencillo y austero. Ahí el espíritu extremeño. Aquel en el que lo más sencillo es a la vez lo más sublime.

El paisaje silencioso


Podría hablar de dos pintores extremeños marcados por su región y citaría sin dudarlo a Zurbarán y a Godofredo Ortega Muñoz. Las características que encuentro que unen a estos dos pintores aparte de los límites que impone la geografía, son una aparente sencillez unida a un espíritu austero. En una entrevista realizada a Ortega Muñoz habla sobre la influencia que ejercen en su obra pintores de las vanguardias como Van Gohg, Morandi, Eduard Munch Cezanne, Picasso y Juan Gris. Pintores cuya obra pudo conocer gracias a sus numerosos viajes por el extranjero aunque en la misma entrevista reconoce que "como extremeño lleva muy dentro a Zurbarán"1 .



Podemos encontrar paralelismos tanto en sus obras pictóricas como en sus biografías, ambos pintores salieron muy jóvenes de su tierra con la finalidad de completar sus estudios de pintura fuera de su comarca. A pesar de ello tanto sus bodegones como sus paisajes recuerdan las tierras que los vieron nacer. Sus creaciones tienen una gama cromática muy personal, que pudiera calificarse como pintura reposada, hecha con dedicación e ingenio donde queda excluido todo lo anecdótico o superficial en aras de una gran depuración formal.



Otra característica que desgraciadamente une a estos pintores es la desidia, la dejadez con la que la Junta de Extremadura y las autoridades competentes han tratado su legado artístico. Sus obras son conocidas internacionalmente y se cotizan en las subastas pero resulta desconocido a nivel regional, algo de razón tiene el dicho de sabiduría popular que afirma "nadie es profeta en su tierra". Destino ingrato para las obras de un pintor que tuvo sendas exposiciones en espacios como el Círculo de Bellas Artes de Madrid, la Biblioteca de Cataluña en Barcelona, la Tate Gallery de Londres y representó a España en la Bienal de Venecia.




Sinceramente espero que con la creación de la Fundación Ortega Muñoz logre difundir en mayor medida la obra de este gran creador. Artista del silencio que supo captar como nadie la quietud en sus cuadros ojala las instituciones no callen su pintura y su buen hacer. Su obra, sus escritos, los catálogos en los que participó, sus imágenes y cualquiera de sus fondos pertenecen y deberían interesar a Extremadura, a todos los extremeños y cualquier persona que esté interesada en el arte. Por eso es vital la creación de un museo exponga su obra con criterio, que se inventaríe y catalogue su legado. Las autoridades locales deberían hacer un esfuerzo a fin de que podamos disfrutar su obra en su contexto y en profundidad.

@ crónica de Óscar Marín Repollet

Ortega Muñoz, pegado a la tierra

crónica de marzo 1999, sobre la exposición en el antiguo MEAC. Av.Juan de Herrera, 2. Madrid.



Al fin, después de casi treinta años (la última antológica tuvo lugar en Madrid en 1970), vuelve a exponerse un conjunto considerable de la pintura de Godofredo Ortega Muñoz (San Vicente de Alcántara, Badajoz, 1905-Madrid, 1982), uno de los pintores más representativos de la pintura española de paisaje.

En este caso, más de un centenar de cuadros, en su mayoría propiedad de los herederos del artista. En la primera sala seguimos la evolución temprana del pintor en los años veinte y treinta, desde sus paisajes impresionistas de sombras azules y claridades doradas hasta la influencia de Cézanne y del “retorno al orden”. La segunda sala recoge la obra creada por Ortega Muñoz a partir de su regreso a España en 1940, cuando se instala en su pueblo: abundan entonces las figuras de campesinos, de animales de carga, los bodegones agrícolas y el dibujo y la factura se vuelven un punto más toscos, como deliberadamente rústicos.

Hacia 1952, año en que el pintor se viene a vivir a Madrid, comienza su período de madurez. Ortega Muñoz es el mejor ejemplo de los efectos de autolimitación en la creación artística. Cuanto más reduce su vocabulario pictórico, mayor eficacia decorativa y expresiva alcanza. Sus paisajes son como variaciones musicales sobre un mismo tema. Los campos de Extremadura, de Castilla, de La Rioja o de Lanzarote, en una restringida gama de pardos, ocres, grises: siempre colores terrosos, sordos y mates. El horizonte muy elevado acentúa el carácter terrestre (y ostensiblemente plano) de la imagen.


Un repertorio de formas -viñas, olivos, retamas, surcos, veredas, cercas de piedra- salpica las superficies con ritmos ornamentales y sugiere a la vez la profundidad espacial.

No hay en estos cuadros vacíos de figuras humanas, ni rastro de anécdota. Son paisajes callados y ensimismados, que si hablan de algo es, como decía el propio pintor, del esfuerzo campesino, de los trabajos y los días siempre iguales, y donde la única gesticulación es la de esos castaños podados que se levantan hacia el cielo casi como manos humanas.

la pintura silenciosa

(28, febrero, 1965) crónica sobre Ortega Muñoz  y su obra



Ortega Muñoz es extremeño. Nació en la raya de Portugal, en San Vicente de Alcántara, pueblo de matices pardos y blancuzcos, sobre un paisaje de encinares austeros. De la sobriedad de su terruño le ha quedado, ya para siempre cordialmente asimilada, la parquedad del gesto, la desnuda acitud en palabras y en movimientos, la ahondada penetración hacia el adentro profundo. De ahí su recatado ademán, lo mismo pintando que viviendo. Hay detrás de cualquier cuadro de Ortega Muñoz esa firme, cálida dignidad contenida, calladamente conllevada, que impulsa a toda la intrahistoria española, intrahistoria a la manera unamuniana, sosegadamente encaminada al heroísmo.



La vida de Ortega Muñoz -y su vida es exclusivamente su pintura- es una permanente ascensión, hora tras hora, para alcanzar la más depurada manifestación colorista y conceptual. Nada hay en la pintura de Ortega que sea chillón, detonante, ni siquiera discretamente llamativo. Cuando algo en el cuadro atrae nuestra atención, lo hace ruborosamente, parcamente, con un gesto insinuado. Llama un poco a una puerta escondida, la que no solemos abrir a nadie, y lo hace para demostramos cómo nosotros, olvidadizos, no habíamos reparado en esa intensa intimidad entreabierta: unas flores de retama, un plantío de viñas que quiebra sus líneas en ilusorio esguince soleado, acostándose en la loma menos decorativa, en el ribazo sin grandilocuencia. Y todo bajo el portento de una luz vertida en generosidades y caricias, luz sin hora concreta, luz entera, intelectual, sin estremecimientos sentimentales, pero también pudorosa, también humilde, también celosa de sus propios portillos.




Ortega Muñoz ha viajado mucho. Mejor dicho, no ha viajado en lo que este verbo tiene de errante huida, de escapada, de mariposeo fugaz y transitorio. Ha vivido mucho tiempo lejos de su tierra, que no es lo mismo. Ha vivido en esas lejanías donde la patria, como decía Dante, se hace celeste, y donde todas las asperezas de la nativa incomodidad acaban por presentar su —94→ más delicado contorno. De esa permanencia en tierras alejadas ha salido su agudísima peculiaridad de trascender el terruño. Ya hace muchos años que Azorín, con su intuición de creador, definió mejor y más brevemente que cualquier erudición meditada en qué consiste un renacimiento: fecundación de lo nacional por lo extranjero. Yo me atrevería a decir que esa definición acierta para explicar con tino un nacimiento, el nacimiento de una concepción espiritual. De esta manera han ido surgiendo los grandes ademanes artísticos de la vida humana. En España ha ocurrido lo mismo, y no por el peso de lo extraño han sido los resultados menos españoles, sino al contrario, extraordinariamente representativos de lo nacional. Con Ortega Muñoz ha pasado algo muy parecido. Largos años en Italia, Francia, en los países escandinavos, en Egipto... Y siempre mirando, observando, paladeando y midiendo todo, pincel en mano, colores en la pupila. ¿Quién podría ir desentrañando en sus cuadros de hoy algo de esos años? Seguramente nadie. Y sin embargo ahí está el proceso en el que su propia, previa y española condición ha ido madurándose. Horas reconcentradas de meditación ante lo ajeno, lo que se ve, para ir diciendo no a lo adjetivo, a lo superfluo, a todo lo que no rima con la apetencia propia. Decir que no a los brillos y a los gestos teatralescos de lo italiano, no a lo demasiado anecdótico o arrabalero de lo francés, nada de tipismos fáciles en lo oriental, no a la falsa comodidad burguesa de lo nórdico. No, no, no... La pintura se va despoblando de accesorios, de carnosidades, de gritería. Y se va llenando de una ascesis continuada, en ruta de pureza, de inocencia sin par. La pintura de Ortega Muñoz es el rellano más próximo a la inocencia popular, a la desnudez de esas almas bienaventuradas tan usadas en la iconografía medieval, ligeras de equipaje, a las que ya una mano divina se dispone a recibir.




Siempre me ha gustado pensar, mientras Ortega pinta o habla -o mejor: balbucea-, en esa nostalgia afilándose que le ha debido de acosar en los largos años no españoles. Privaciones, trabajos, exposiciones de diversos resultados y orientaciones, gentes amorfas que barbotan vacuidades, coleccionistas, recortes de prensa... En fin, todo lo que rodea hoy a los que de una manera u otra se van haciendo su individual camino. Y siempre, pensando en ello, he vuelto a verle solo, con el recuerdo de sus rurales silencios primerizos, los que nadie ha visto ni oído, silencios que pugnan por brotar en sus cuadros, escapándose de un brillo, o de un recodo, de unas piedras escondidas, de un cielo blanquecino y próximo. En esos climas donde ha permanecido largo tiempo, el borriquillo extremeño, sufrido y parsimonioso, adquiere una trascendencia súbita; en el bosque boreal, arrollador, las cuatro encinas pardas de las afueras cacereñas se crecen voluntariosamente en el recuerdo, —95→ un rayo de sol filtrándose entre sus hojas adustas; la casa opulenta del Norte, asediada de comodidades, se nubla ante la silla modesta, de asiento de anea, pintada caseramente de un verde sucio y oscuro, la silla baja de la costura y de los romances junto al fuego de sarmientos y troncos, noche de diciembre arriba. Sí, todo en la pintura de Ortega Muñoz ha sido un continuo aspirar a lo desnudo y humilde, verdadero ejercicio de ascetismo, de reconcentrada intimidad. Pertinaz decisión que envuelve todos sus cuadros en una atmósfera intelectual, pensativa, de graves armónicos, que nos sacude involuntariamente con admonitorio escalofrío, y despierta nuestra mirada alrededor, dócil al conjuro de unos colores casi susurrantes. Como en la vieja balada, un cuadro de Ortega sólo dice su canción a quien es capaz de acompañarle.




Ortega Muñoz es hoy el pintor de más acusada personalidad en el panorama múltiple de la pintura española. Y esa personalidad está hecha sin alharacas, sin estrépitos ni concesiones, tenazmente, en diálogo estricto entre el pintor y sus lienzos. La pintura de estos últimos años ha ensayado muchos caminos, con indudable sed de aventura. La de Ortega ha seguido la flecha del renunciamiento. Desvistiéndose de una manera progresiva ha llegado a una auténtica y valedera abstracción: la del silencio. De estas telas estremecedoras se desprende un silencio compacto, henchido de escondidas melodías, de esas vibraciones que, de agudas, son imperceptibles, pero que se resuelven en eficaz, definitivo deslumbramiento. Y al lado de esta abstracción de silencio -de sonoro silencio- de sus cuadros se desprende otra: la soledad. El destino inesquivable del vivir humano es ir haciendo más palpable la soledad, cada vez más angustiosa, más compañera única. Y ante uno de estos caminos vacíos, escoltados por zarzales o por tapias de piedras, o ante estos canchales -¡tan vecinas sus piedras y tan aisladas!-, el simbolismo de nuestra vida actual se dramatiza en dimensiones insospechadas. Perplejos ante la encrucijada desierta, sin saber qué huellas seguir, en el gris verde y perfumado de los pastizales, solamente el cielo endurecido, hondo, acogedor, nos sostiene y alienta. Esos cuadros de Ortega Muñoz son, descarnados y reducidos a la máxima humildad, una profunda lección de fe, de paz interior.




El amor de Ortega Muñoz por las cosas sencillas y elementales (el cuchillo de cocina, los membrillos ácidos, el marco vacío, la arrugada cara de los labriegos, el torso de un aldeano envejecido y de andar lento y preocupado) se prodiga en suave ternura contagiosa, aguzando aristas, los perfiles que Ortega Muñoz sabe encontrarles. Quizá muchas de estas cosas hayan sido ya otras veces materia pictórica. Ortega Muñoz lo sabe, pero también sabe que —96→ él les encuentra una inédita resonancia, cercana a nuestra sensibilidad, en la que las cosas vuelven a tener su vida autónoma, espiritual, transmisible. También las cosas exhalan desde la pintura de Ortega Muñoz su soledad, su vasta soledad a la intemperie y diluida en color excepcionalmente conjugado, dentro de sencillísima gama, también modesta, a la que el pintor ha sabido dotar de su mejor latido, dejando inmóvil esa vaga melancolía reposada de los mayores gozos cuando algo los detiene, privándolos de su fugacidad. Lección exquisita de esta pintura, tan reducida de materiales y tan saturada de sugerencias y de voz, de fe en la capacidad humana para vestir de color y de concepto lo pequeño, lo cotidiano y transitorio. Callemos, sí, callemos ante un cuadro de Ortega Muñoz. Algo escondido y casi perdido ya por las galerías interiores se está desperezando, quizá rompiéndose, orillado de silencio. Escuchémoslo. Las telas de este pintor extremeño ayudan fervorosamente a conseguirlo.

El mar absoluto

Exposición de Godofredo Ortega Muñoz en la FCM
Crónica • 11 de noviembre de 2008




El jueves día 13 de noviembre, a las 20,30 h., la Fundación César Manrique inaugurará en su sede de Taro de Tahíche, la exposición El mar absoluto. Ortega Muñoz y Lanzarote, que podrá contemplarse hasta el 25 de enero de 2009.

Organizada y producida por la FCM con la colaboración de la Fundación Godofredo Ortega Muñoz, la muestra, comisariada por Antonio Franco, director del Museo Extremeño e Iberoamericano de Arte Contemporáneo (MEIAC), reúne un conjunto de 12 piezas de Ortega Muñoz que muestra la mayor parte de las obras sobre Lanzarote pintadas por el artista.

A finales de los años 60, Ortega Muñoz visita la Isla y realiza un ciclo de piezas que señalan un momento de plenitud en el conjunto de su trayectoria, en el que el artista responde a la inspiración del paisaje insular -La Geria, higueras, huertas y muros agrícolas...,- con una pintura de lenguaje tenso y casi abstracto, cargada de significación y trascendencia, de meditación y de silencio.
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Godofredo Ortega Muñoz (San Vicente de Alcántara, Badajoz, 1905 - Madrid, 1982) está considerado como uno de los creadores más significativos en la interpretación del paisaje moderno de nuestro país. Sus composiciones, de cromatismo austero y tratamiento sobrio y depurado, dotan a su obra de una singularidad inconfundible que empezó a trasladar primero a sus pinturas inspiradas en las tierras desnudas de Extremadura y, posteriormente, en las de La Rioja y Canarias.

Con motivo de la exposición, se ha editado un catálogo de 120 páginas con textos críticos de Jesús Aguado, Estrella de Diego y Alfredo Taján.

Con esta muestra, en la que podremos contemplar por primera vez en Canarias las pinturas de Ortega Muñoz sobre el paisaje de las Islas, la FCM da continuidad a una de las líneas de trabajo de su programa de exposiciones temporales, la dedicada a revisiones históricas.

Ortega Muñoz visto por su Fundación

LOS ORIGENES

Nace en San Vicente de Alcántara, hijo de una destacada personalidad local y a los seis años queda huérfano de madre. Obtiene el título de Bachiller en Salamanca, aunque dada su marcada vocación por la pintura, la cual practiva de forma autodidacta desde pequeño, rechaza la recomendación paterna de seguir una carrera universitaria y se traslada a Madrid en 1919.

MADRID 1919

Durante los meses de octubre y noviembre de 1919, Ortega Muñoz envia a su familia postales que reproducen algunos de los cuadros que copia por aquel entonces en el antiguo Museo de Arte Moderno o en el Museo del Prado, para convencer a su padre de la autenticidad de su vocación artística. Contínúa siendo autodidacta y es en esta etapa cuando se inica en la pintura al aire libre en el entrorno de la Dehesa de la Villa, acompañado entre otros jóvenes artistas por el pintor filipino Fernando Amorsolo. Desués de permanecer algún tiempo en la capital madrileña decide transladarse a Parías.


PARIS


Ortega Muñoz llega a París a finales de 1920. Además del ambiente artístico de la capital francesa, uno de los acontecimientos más importantes de su paso por la ciudad es la amistad que mantiene con Gil Bel, que perdurará hasta la muerte del poeta. A través de Gil Bel, Ortega participará en un proyecto colectivo. (al que se incorporaron muchos jóvenes de su época), que promueve el reencuentro con las gentes del pueblo y la fibra más enraízada de la España profunda, y que asumirá un fundamental propósito de insurgencia y de renovación en la plástica española a finales de esa década. Ortiga había llegado a la capital francesa llevado por su aspiración a una pintura moderna (cuyas referencias cardinales encontró en VanGogh, en Gaugin y en Cezánne), pero a causa de la crisis tanto ideológica como formal de la vanguardia que entonces se vivía en el París de la post-guerra, se decide a viajar hacia el sur, a Italia, para reencontrar en los maestros del pasado unos valors más auténticos de espiritualidad, sencillez y pureza.

ITALIA

Ortega llega a Turín en 1921, desde donde viaja a Milán, al Lago de cómo, San Remo, Cichy, Juan les Pins, y quizás España. En febrero de 1922 pasa una corta temporada en Florencia y después recorre Italia: Nápoles, Pompeya, Roma, Génova y de nuevo Milán.


En el Lago Maggiore conocer al pintor inglés Edgard Rowley Smart, con quien pasa un corto perido de aprendizaje y al que retrata en reconocimiento a la influencia que tuvo en sus inicios. Su trato lleva a Ortega al convenciomineto de que, frente a la sinrazón del mundo contemporáneo, hay que volver a la naturaleza y devolver al arte la autenticidad de las verdades espirituales y de las emociones sencillas. Acabada la temporada del año 1926, Ortega viaja a Ginebra y a Lyon, desde donde regresa a España.



LA ESCUELA DE VALLECAS, LA PRIMERA EXPOSICION EN ZARAGOZA.

Este momentáneo regreso a España resulta de gran importancia en el conjuunto de su peripecia, ya que es entonces cuando en compañía de Alberto Sánchez, Benjamín Palencia y Gil Bel, protagoniza una de las excursiones fundacionales de la Escuela de Vallecas. Poco después, en marzo de 1927, realiza una primera exposición de su obra en el Círculo Mercantil de Zaragoza. En estos episodios debujo jugar un papel muy importante la relación de amistad que tenía con Bel desde que se conocieron en París. En su influencia y la de la escuela vallecana, lo que impulsó al pintor a “volver la mirada al campo para recoger el alma de las gentes sencillas y las tierras de España”; así como a pintar algunos de los cuadros de tipos aragoneses que presentó en aquella primera exposición de Zaragoza, tras la que vuelve a marcharse de España, esta vez con destino a Suiza.

CENTROEUROPA. WORPSWEDE.

1927 Y 1928 SON AÑOS DE PEREGRINAJE. Comienza en Zurich y continúa por Bruselas, Bremen, Hamburgo, Hannover, Frankfurt y Berlin. Lo más interesante de 1928 es su visita a Worpswede, donde se había instalado una colonía de pintores y artistias dentro de la que habían trabajado figuras como Fritz Mackensen, Heinrich Vogueler, Paula Becker y Clara Westhoff. Todos mostraban interés por los paisajes bucólicos y las estampas campesinas como reacción frente a los sofisticados artifiios y refinamientos decadentes de la vanguardia. La vida campesina y el ambiente creado en torno a la pintura del expresionismo le influyeron notablemente.

DE NUEVO EN PARIS.

Ortega regresa a Francia a finales de 1928 para dedicarse a conseguir encargos. Con tal fin viaja a Niza, Montecarlo, Cichy, Biarritz y París donde se reúne con su amigo el surrealista Gonz´lez Bernal para viajar hacia los Países Bajos.

LOS PAISES BAJOS, ITALIA Y LAS REGIONES BALCÁNICAS.

De 1930 a 1933 Ortega sigue pintando, recorre Holanda y más tarde, viaja a Génova, el Lago Maggiore, Venecia, Viena y Budapest. Es la primera vez que Ortega sale de los recorridos referenciales del arte europeo y lo hace tanto por sus propias inquietudes como por consejo de su amigo y representante, el actor húngaro Heinrich Domahidy, que consigue que varios periódicos de su país reseñen la inesperada visita del pintor español.

EN ORIENTE MEDIO Y EGIPTO.

En 193. Ortega llega al Cairo, no sin haber pasado primero por Grecia y Constantinopla. Para entonces sus facultades como retratista le han proporcionado un modo de vida desahogado e importantes contactos. Expone por primera vez en Alejandría y la acogida es tal que vuelve a exponer allí un año después. En esta segunda exposición presenta cuarenta obras a modo de antoglogía de sus trayectorias. Ya aparece aquí su amor por la naturaleza, el equilibrio entre color y estado de ánimo y esa atmósfera de quietud y tristeza características de su pintura. Cuelve a Italia y en marzo de 1935 decide regresar a España.

1935. EN EL CIRCULO DE BELLAS ARTES.

Desde Extremadura, Ortega dedica el año de 1935 a preparar una exposición para darse a conocer en Madrid. Finalmente ésta tuvo lugar en el Círculo de Bellas Artes y se inaguró el 13 de abril de 1936, fecha importante por ser año fatídico en la historia de España. A pesar de lo inestable de la situación política, Ortega despliega una gran actividad que le lleva a ser seleccionado tanto para la Bienal de Venecia como para la Exposición Nacional de Bellas Arts. Esta última se celebra con retraso y bajo un clima político caótico. Ortega no espera a la inauguración sino que decide abandonar de nuevo España antes de que estalle la guerra. Ambas exposiciones resultan ser un gran éxito y la crítica destaca su “deambular cosmopolita” sus “excepcionales facultades” y la posición “equidistante” que mantiene con respecto a la pintura española de su tiempo.

LA GUERRA CIVIL, LEJOS DE ESPAÑA.

Tras salir de España, espera en Marsella a que su prometida Leonor Jorge Ávila, se reúna con él. Se casan en Diciembre de 1936 y se instalan en Suiza, sin renunciar a los viajes que en él son habituales: Dinamarca, Noruega, Suecia y Finlandia. En la Galería Blomqvist (Oslo), con la que habían trabajado pintores de la talla de Eduard Munich, celebra una importante exposición que mostró los últimos cuadros que pintó antes de volver definitivamente a España. En estos años gana destreza y madurez en su manera de pintar, aunque no será hasta su vuelta a San Vicente cuando el pintor consiga dar un giro decisivo a su carrera.

EL REGRESO.

Durante los años de la inmediata osguerra Ortega Muñoz se instala en San Vicente de Alcántara. Es entonces cuando Ortega se reencuentra por fin con la silenciosa y solitaria extensión de su paisaje y con la cercana realidad de este mundo que siente como auténticamente propio y que da soporte y concreción a su pintura.

1940. LA CUENTA ATRÁS DE LA POSGUERRA.

En 1940 inaugura su prímera exposición tras la guerra, en la que sería su segunda muestra en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Comienza así una carrera profesional que le deparará numerosos triunfos, tanto nacionales como extranjeros. Inicia una intensa actividad expositiva: así, por ejemplo, cabe detacar sus muestras individuales e n la Galería Fayans Catalá de Barcelona en 1942 y en la Galería Estilo de Madrid en los años 1948 y 1949, donde expone un conjunto de óleos que representan el mundo rural con la sencillez, las formas simples y las gamas de colores terrosos que tanto van a caracterizar su obra. Al tiempo que aparecen las primeras notas de modernidad a través de ciertas influencias del arte italiano, como el primitivismo, la metafísica y el Novecento.

PAISAJES EN EL CENTRO DE LA PERIFERIA

La década de los cincuenta comienza para Ortega en 1951 cuando el escritor Gerardo Diego le descubre gracias a Los Membillos en la I bienal Hispanoamericana, celebrada en Madrid, que marcaría su plena recepción en el ambiente artístico español. Tanto es así que al año siguiente decide trasladar su residencia a Madrid hasta su falleciminento aunque en numerosas ocasiones realiza prolongada estancias en el campo. En 1953 y curiosamente en la última Exposición Antológica celebrada or la Academia Breve de Crítica de Arte, los “académicos” deciden incluir uno de sus cuadros. Ya para entonces estaba preparando una gran exposición en la sala de la Dirección General de Bellas Arts en el Museo Nacional de Arte Contemporáneo y en las Galerías de arte Syra de Barcelona, que supusieron un clamoroso éxito.
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LA II BUENAL HISPAONAMERICANA.

A partir de 1954, su reconocimiento internacional y nacional es innegable. Considerado como uno de los renovadores del panorama artístico español, sus éxistos no hacen sino aumentar un deseo real de representar a la tierra extremeña a través de sus pinturas. Entre esos triunfos, en 1953 había participado en la II Bienal Hispanoamericana de Arte de La Habana, donde recibe el Gran Premio de pintura,; en 1954, está resente en la XXVII Bienal Internacional de Arete de Venecia y al año siguiente, en la III Bienal Hispanoamericana de Arte en Barcelona, que le dedica una sala de hornor. Asimismo participa en la Exposición Española de Pintura y Escultura Contemporáneas, organizada por el Ministerio de Asuntos Exteriores en los Países ärabes, que viaja durante diez meses por diversas capitales de Próximo y Medio Oriente: Beirut, Damasco, Bagdad,…


LA RABIDA, EL ATENEO DE MADRID Y EL MUSEO DE BILBAO.

En mayo de 1956 presenta una muestra antológica en la sede de la Escuela de Esudios Hispanoamericanos, organizada por el Club la Rábida de Sevilla y a finales de año la Sala Santa Catalina del Ateneo madrileño expone treinta y tres cuadros fechados entre 1926 y 1956 que resumen su producción artística. La opinión crítica de la muestra fue muy variada, desde adjetivos que le califican como defensor de unos ideales de simplificación, depuración y purificación, hasta las opiniones de importants críticos de arte como Camón Aznar, uien ensalzaba aquellos elementos que determnaban el silencio de sus obras; Gaya Nuño, quien se centraba en el dramatismo y en el encuadre generacional que ocupaba el artista, o bien Luis Trabazo, quien consideraba su obra dentro del concepto de lo moderno. A finales de año, en diciembre, expolia en el Museo de Bellas Artes del Parquede Bilbao donde, aunque con una crítica menor que la anterior, su pintura fue definida ya como “auténticamente suya” anunciando un estilo propio e independiente.


EN LA BIENAL DE VENECIA.

En el mes de abril de 1957 se realiza la primera muestra antológica en la ciudad de Badajz, en concreto en las Salas de la Delegación de Cultura de Diputación Provincial; a los diez dias de su clausura el Sálón de Actos del Ayuntamiento de Cáceres EDICA una muestra individual al artista, en cuyo catálogo se reinvindica una pintura de origen extremeño, pintura directa y sencilla. Contínúa su carrera imparable en el exterior y por ejemplo, participa en la II Bienal de Arte de los Países Ribereños del Mediterráneo, iniciada en Alejandría y al año siguiente, en la XXIX Bieneal Internacional de Arte de Venecia, donde se le reserva una sala de honor. La década de los cincuenta finaliza ocn su muetra individual en las Salas de la Dirección General de Bellas Artes y su participación en la colectiva de la Exposición Inaugural del Museo Español de Arte Contemporáneo en Madrid.



NUEVA YORK, años 60.

Los primeros años sesenta se van a caracterizar por una frenética actividad expositiva. Así por ejemplo, en 1960 participa en la colectiva realizada en el Guggenheim Internacional Award de Nueva Cork; en 1962 en 20 años de pintura española en el Atenéo de Madrid, En 1964 en la colectivia 25 años de arte español celebrada en el Palacio de Cristal del Retiro e inaugura su segunda exosición en la Sala Santa Catalina del Ateneo; en 1967 la Galería Biosca de Madrid presenta sus últimos trabajos. Camón Aznar escribe sobre el momento de plenitud del artista, que califica de “suprema síntesis: todo aquilatado, serenizado, reducido a esquema del alma”. Para finalizar en 1968 se le dedicó una sala monográfica de honor en la última Exposición Nacional de Bellas Artes.

EN EL CASON DEL BUEN RETIRO.

1970 es el año en que su carrera rtística se ve plenamente consagrada con su exposición retrospectiva en el Casón del Buen Retiro de Madrid a la que siguen las monográficas que presenta en las Salas Góticas de la Biblioteca de Cataluña en Barcelona, en el Pabellón Medéjar de Sevilla, y en las Salas de la Delegación de Cultura de la Diputación de Badajoz. En el exterior participa en la muestra colectiva Masterpieces of Fifty Centurias, que organiza el Metropolitan Museum de Nueva Cork, en donde vuelve a exponer a finales de año en la Galería Hastings del Sapanish Institute. Para entonces, críticos de varias generaciones se han pronunciado en los términos más elogiosos sobre su pintua: Camón Aznar, Llosent y Maratón, Luis Felipe Vivanco, Gaya Nuño, José Maria Moreno Galván, Manuel Sánchez Amargo, Alonso Zamora Vicente, Santos Torreoella, Baltasar Porcel, Corredor-Matheos. Sin perser su relación con los referentes figurativos, su obra alcanza una extrema


Concpetualización de orden abstracto. Se le considera un renovador del paisaje español y uno de los pintores más relevante del arte español contemporáneo.



ULTIMAS EXPOSICIONES.

Tras ser incluida su obra en numerosas muestras colectivas – Maestros contemporáneos del paisaje español en la Galería Sur de Santander, Arte-73. Sevilla, Museo del Arte Contemporáneo, El ábol a través de un siglo de pintra español, 1874-1974, Banco de Granada, Homenaje a DOrs, Galería Biosca, Madrid en 1977 y tras siete años sin exponer en la capital, Ortega Muñoz reaparece, ahora en la Galaería Felipe Santullano, con un arte elegante, discreto y mesurado. No en vano José María Moreno Falván dedicó un importante artículo a la muestra, que serumía toda su producción, titulado “Ortega Muñoz, el signo del paisaje en España”. Entre las últimas grandes exposiciones.


palabras para una pintura del silencio

EXTREMADURA.-Una muestra de obras de Godofredo Ortega Muñoz recuerda al artista en el veinticinco aniversario de su muerte
11/12/2008 - 13:37

La muestra itinerante 'Palabras para una pintura del silencio. Teoría del paisaje en la obra de Ortega Muñoz', un repaso a la producción del pintor extremeño Godofredo Ortega Muñoz, llega a la Asamblea de Extremadura en el veinticinco aniversario de la muerte del artista.

MÉRIDA, 11 (EUROPA PRESS)

La muestra itinerante 'Palabras para una pintura del silencio. Teoría del paisaje en la obra de Ortega Muñoz', un repaso a la producción del pintor extremeño Godofredo Ortega Muñoz, llega a la Asamblea de Extremadura en el veinticinco aniversario de la muerte del artista.


De esta manera, la Fundación Ortega Muñoz presenta en la capital de Extremadura una antología del "recorrido vital" del pintor, en palabras de su sobrino y fundador de la citada fundación, Clemente Lapuerta.

La exposición reúne una representación de la obra gráfica del artista extremeño en la que se encuentran trece grabados a punta seca, además de cuadros representativos de los diferentes periodos de su trayectoria, y diversos documentos personales procedentes del archivo de Ortega Muñoz, fotografías de viajes realizador por Europa y Oriente Medio, recortes de prensa, además de textos de escritores y poetas que apoyaron al pintor en su carrera. A la inauguración en Mérida, además de su sobrino, asistieron el presidente de la Asamblea, Juan Ramón Ferreira, el vicepresidente primero, Luciano Fernández, la secretaria primera de la Mesa, Emilia Guijarro, y diputados de los Grupos Parlamentarios Popular y Socialista, además de la directora general de Patrimonio Cultural, Esperanza Díaz.

En su intervención, Clemente Lapuerta calificó a Godofredo Ortega Muñoz como un hombre "viajero" que a los 17 años abandonó su localidad natal de San Vicente de Alcántara para iniciar su formación autodidacta y resaltó que la "bondad de espíritu" del artista está presente en toda su obra y sus paisajes.



Pintor destacado en la composición de paisajes, gran parte de ellos propios de Extremadura, Lapuerta recalcó que es en la década de los 40 cuando su "confianza como artista" hace que estudie la naturaleza.


Clemente Lapuerta también hizo referencia a las palabras que el Rey Juan Carlos dirigió en la aceptación de la Presidencia de Honor de la Fundación Ortega Muñoz y en las que justificó la aceptación "en recuerdo de cómo Godofredo supo pasear la imagen de España y Extremadura por todo el mundo"

Por su parte, el presidente de la Asamblea, Juan Ramón Ferreira, expresó la satisfacción de la Cámara por recibir la exposición de Godofredo Ortega Muñoz, un "magnífico pintor" extremeño.

Así, indicó que la exposición es un "homenaje merecido" a la artista y a la fundación encargada de divulgar la trayectoria artística de Ortega Muñoz.



PUESTA EN VALOR DEL PAISAJE EXTREMEÑO

Finalmente, la directora general de Patrimonio Cultural, Esperanza Díaz, reivindicó la figura de Godofredo Ortega Muñoz como un artista que ha sabido poner en valor el paisaje extremeño y plasmar su naturaleza.

La muestra, que se inauguró en Cáceres en 2006, y que ha recorrido varios espacios por la región, es un "reflejo" de la producción de grabados del artista que se acompaña de pinturas, además de otros documentos pertenecientes al archivo personal de Ortega Muñoz.

La pintura de Ortega en el Ateneo

ATENEO MADRID 1956



En esta exposición con que este año inaugura su curso el Ateneo de Madrid.. vemos unos primeros cuadros de Ortega Muñoz en los cuales no puede decirse que haya titubeo ni tampoco prenuncios de lo que ha de seguir, Son los lienzos con que

inaugura su carrera artística unas muestras de un arte puramente impresionista, con todos los matices del reflejo en una ordenación de muy orgánica textura dentro de ese titilar de brillos sueltos. Ya aquí los paisajes se ordenan con rigor estructural. Cuadros claros de las más delicadas tonalidades.

Y sin apenas transición nos encontramos ya con un arte en el cual ha cambiado la gama y la visión plástica. Su larga permanencia en Italia y en los países nórdicos moderniza su visión de las formas! y éstas se hacen, súbitamente, enjutas y quietas.

Aun en sus cuadros de Venecia hay una visión silente Y, paralizada de las aguas y de las arquitecturas, Esta dirección, cada vez más ascética y retraída, encuentra su expresión en estos paisajes extremeños, de los que se ha raspado todo fulgor momentáneo quedando sólo las tierras y los árboles en su más desnuda evidencia. Las tierras empavonan sus colores.
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Una sequedad mineral libera a estos valles Y a estos alcores, apenas pronunciados, de toda luz tránsfuga. Y las formas aparecen como decantadas en unos colores tan esenciales que ya no pueden cambiar. Las cercas humildes, los árboles podados, las tierras sin cosechas, estructuran unos cuadros en los que el protagonista principal es el silencio. Hasta los cielos atenúan su azul con unas claridades de delgadas blancuras.
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Lo primero que Ortega Muñoz se plantea en estos cuadros son los límites. Límites de las cosas, de los colores y, aun, de la propia emoción, que queda como contenida y retractiva en estas formas sedimentadas en secas manchas. Huellas humanas y humildes hay en estos paisajes en los que se presienten las vastas soledades de¡ campo extremeño. Bancales acotados, caminos que en la opaca densidad de estas tierras tienen claridad de ríos, árboles esparcidos con ritmo de trabajo. De cada uno de los elementos de estos paisajes, Ortega Muñoz ha extraído su esencia permanente, lo que queda después del paso del sol y de las cosechas.
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Las tierras en el descanso de los barbechos y árboles con muñones sin savia, Añadamos a estas consideraciones sobre su tratamiento del paisaje su labor como pintor de figuras., de la cual hay aquí alguna muestra, en un retrato muy sucinto y expresivo, La misma gama cohibida la misma emotiva quietud rige la ordenación de estas figuras sin halo ambiental.

El arte de este pintor responde a ese estado de sensibilidad tan de hoy, que busca en cada cosa su estructura inalterable, Esta afición a la solidez de unas formas cuya epidermis no tiembla con los minutos, es la que ha determinado la afición a Zurbarán. Y la que nos hace amar estos paisajes de Ortega Muñoz en los que ha sabido reducir las cosas a su esquema plástico sin desvitalizarlas. Sin necesidad de acudir a su estilización geométrica.

Ahondando, por el contrario, en lo que hay en ellas de íntimo y humano, de usado por el paso del tiempo y de los trabajos de los hombres.

@comentario del crítico de arte José Camón Aznar como prólogo de esta exposición.

Ortega en el crisol del tiempo


Suele decirse que los artistas crean pensando en sus propios designios y en la posteridad, en el hombre venidero, pero inevitablemente reciben el influjo de la crítica y el público de su tiempo. Nadie logra evitar ser contemporáneo de sí mismo. De las páginas futuras, de la páginas todavía no escritas de la Historia Universal -ya sean de Arte o de la Literatura, tanto da- es difícil que puedan llegarle al creador sugestiones de ninguna clase. En cambio, cuánto daño consigue hacer la crítica adversa de un coetáneo o qué impulso tan íntimo y decisivo pueden infundir unos elogios en letra impresa. Esto ocurre no sólo con el pintor, escritor o músico que comienza. A muchos, a todos quizá, cada exposición que inauguran - o cada nueva novela, o cada estreno - les producen idéntica zozobra.


Y si esto es así, más o menos así, no será ocioso indagar quiénes manifestaron su manifestaron su apoyo intelectual y estético a Godofredo Ortega Muñoz antes de alcanzar el pedestal de la consagración. Pero más aún importa conocer en qué momento su pintura concitó el interés unánime de los críticos, cuáles fueron las más firmes adhesiones y también las iniciales reticencias -si es que las hubo- de sus contemporáneos. Convocar a todos los que escribieron sobre su pintura sería punto menos que imposible. Resultaría, sobre todo, tedioso e innecesario. Redundante también, si tenemos en cuenta que al acuñarse la imagen definitoria de un pintor las referencias comparativas o las metáforas que intentan expresar y transmitir al público las cualidades y calidades de su obra -esa combinación de materia poética y precisión técnica que suele ofrecernos la crítica de arte- irá pasando de una reseña a otra, y de la reseña al catálogo o la monografía.


‹‹Conseguir una etiqueta es tener ganada la mitad de la batalla››, leemos en las reflexiones sobre la creación que el narrador y crítico de arte John Berger atribuye a uno de los personajes de su novela Un pintor de hoy. Y en el caso de Ortega Muñoz, su victoria contra el misoneísmo de la posguerra quizá se deba a una temprana acreditación estética que resultó compatible con los cánones ideológicos vigentes en la España de los cincuenta. Esta marca de fábrica fue acuñada a lo largo de esos años por varios críticos prestigiosos y por algún poeta que había sobrevivido a la guadaña del exilio y sorteaba penurias escribiendo artículos de arte. Esencialidad, franciscanismo, rigorismo ascético -que hay quién llegó a emparentar con el propio San Pedro de Alcántara, al que encuentran incluso parecido fisonómico con el pintor- ‹‹realismo místico›› zurbaranianos, rasgos todos ellos que supuestamente le llegarían a través de los veneros de su extremeñidad. Estas y otras parecidas serán las imágenes recurrentes que hallaremos, con mejor o peor fortuna estilística, en casi todas las críticas que durante más de dos décadas celebraron los éxitos del pintor extremeño. Y en el retrato de época de este ‹‹Azorín de la pintura››, que ‹‹no pinta santos pero santifica todo lo que pinta›› se yuxtaponen, tal y como hemos dicho, elementos constitutivos de su identidad pictórica con rasgos prosopográfico o antropológicos. Sólo en los años setenta hallaremos una reivindicación de Ortega Muñoz desde nuevos ángulos, incluso con matices de autocrítica en artículos de algunos opositores al franquismo, que quizá anteriormente habían prejuzgado su éxito en las exposiciones oficiales como una maniobra aperturista del régimen en el terreno del arte.


Hay que recordar que la década de los cincuenta se inició con varios acontecimientos esenciales para el pintor. A finales de 1951 tuvo lugar la I Exposición Bienal Hispanoamericana en el Museo de Arte Contemporáneo de Madrid. En la sala X, junto a Zabaleta, colgaban seis óleos de Ortega Muñoz ‹‹Dos interpretaciones campesinas opuestas y admirables›› leemos en uno de los titulares de la crónica que el ABC del sábado 29 de diciembre dedicó al acontecimiento. ‹‹Zabaleta y Ortega Muñoz frente a frente››, decía otro de los encabezamientos; a renglón seguido el crítico, posiblemente José Camón Aznar, tomaba sutilmente partido: ‹‹En Zabaleta, las formas de agreste solidez se hallan rayadas por zarpazos solares. Noches de luna calcárea y mediodías abiertos en gayos amarillos, iluminan estos lienzos sonoros de perdices y élitros de cigarra››.Solo le restó añadir que eran ‹‹motivos de azulejo y papeles de vasar››, artesanías decorativas. En cambio en los paisajes de Ortega Muñoz ‹‹el campo extremeño es visto desde un intimismo cromático que raspa las luces y las perspectivas espectaculares y deja sólo su esencia confidente y directa››. Y añade: ‹‹Estos lienzos parecen fruto de una amorosa contemplación, no sabiendo si copian la realidad o su reflejo en el alma››. Casi todos los críticos del momento destacaron elogiosamente los cuadros de Ortega Muñoz que pudieron contemplarse en aquella magna exposición -la primera muestra oficial importante del franquismo- previo pago de la entonces nada despreciable cantidad de cinco pesetas.


Coincidiendo con la bienal, Juan Antonio Gaya Nuño, Gerardo Diego y Luis Felipe Vivanco hablaron y escribieron sobre la pintura de Ortega Muñoz y sus palabras obtuvieron una enorme resonancia. Lo mismo puede decirse de la monografía sobre la vida y la obra del pintor que Eduardo Llosent y Marañón publicó también por estas mismas fechas.

El ensayo de Llosent y Marañón -que hoy nos parece de modesto porte con sus 88 páginas, incluida la versión inglesa realizada por David G. Rowlands, cinco láminas en color y 32 reproducciones en blanco y negro- no sólo resultó ser un texto capital sobre Ortega, sino también un auténtico acontecimiento editorial en lo que a libros de arte se refiere. Basta leer las reseñas de Juan Antonio Gaya Nuño y de Luis Felipe Vivanco, para darse cuenta del enorme impacto que causó la calidad del papel o la destreza tipográfica -excelencias casi olvidadas tras el desmantelamiento material y humano causado en las artes gráficas españolas por la guerra civil-, sin desestimar por supuesto los contenidos de un libro que, por otra parte, estaba escrito con verdadera eficacia y tino pedagógico. Llosent había organizado la monografía en tres partes: el breve pero bien documentado apunte biográfico, un esclarecedor diálogo con el artista y una interpretación de su pintura. De manera que, a través de cada una de estas tres partes ‹‹pasamos, del hombre particular y anecdótico, al artista, y de este a la proyección espiritual de su obra››.


Muchas ideas de Gerardo Diego sobre Ortega, al igual que amplios pasajes del libro de Llosent, serán reproducidos y citados con insistencia en las múltiples reseñas, críticas y reportajes periodísticos que aparecerías después a lo largo de casi tres décadas. El ensayo de Gerardo Diego, que se recoge en toda su extensión en el tomo V de sus obras completas bajo el título ‹‹La Pintura esencial de Ortega Muñoz››, pudo leerse también, dividido en fragmentos y como artículos con títulos independientes y ligeras variaciones, en distintos diarios y revistas. Del mismo modo, Eduardo Llosent publicó en un periódico de la época su diálogo con Ortega Muñoz, que, como hemos dicho, constituye el capítulo central de la monografía dedicada al pintor extremeño, pero en esta ocasión las variantes entre ambas versiones no parecen del todo accesorias y quizás merecen comentario aparte.

En una entrevista como aquella no podía faltar una pregunta sobre el tema de las influencias artísticas y Ortega, instado por Llosent a establecer una nómina de afinidades respondió ‹‹Ya le cité los primitivos italianos; sobre todos, Cimabue y el Giotto. Como extremeño tengo muy dentro de mí a Zurbarán. Entre los modernos Van Gogh -algo estridente a veces- Cézanne, Picasso y Juan Gris››. Tal es la respuesta que leemos en la página 27 del ensayo publicado en 1952, pero en el resumen del mencionado diálogo que Llosent publicó en la prensa por esas mismas fechas, este último párrafo es bien distinto: ‹‹ Entre los modernos, Van Gogh -algo estridente a veces- Cezanne, Arturo Tosi, Morandi y Edvard Munch, el noruego››. Esta sustitución de Picasso y Juan Gris por Tossi y Morandi que hallamos en tan escueta relación de preferencias no es quizá asunto baladí, y no porque denote una filiación pictórica de Ortega con la que alguna vez se ha especulado -sobre todo en lo referido al despojamiento metafísico de los bodegones de Morandi- seguramente sin demasiado fundamento. Ya en 1970 Santos Torroella aludía a esta posible influencia en un artículo más bien sustractivo y reticente que le dedicó a Ortega en su Dietario artístico: ‹‹En el todavía desarbolado mundo artístico de nuestra posguerra, Ortega Muñoz aportaba entonces algo nuevo con aquellos bodegones, con los cuales, sin embargo, se advertían ciertos rezagos italianos, tal vez con Morandi al fondo…››. No faltarán todavía hoy quienes quieran, al arrimo del creciente prestigio de Morandi, subrayar este supuesto parecido con el pintor extremeño, cuyas claves, por lo demás, pueden buscarse en la común afinidad con los primitivos italianos. Que Ortega recordase la pintura de Morandi o de otros grandes solitarios no significa otra cosa que estaban al tanto de quienes como él laboraban al margen de perturbaciones ambientales.


Por todo lo dicho parece claro que los textos de Gerardo Diego, Eduardo Llosent, Luis Felipe Vivanco contribuyeron, junto con los artículos y reseñas de los grandes críticos de los cincuenta y sesenta –Sánchez Camargo sobre todo, pero también Gaya Nuño, Camón Aznar, Moreno Galván o Florentino Pérez Embid- a elevar la pintura de Ortega Muñoz en la consideración del público y del mundo del arte. Una selección de estos artículos y monografías debe, por ello mismo, constar en cualquier antología de textos sobre el pintor extremeño.

Pero el perfil de su vida profesional no quedaría bien dibujado si no reflejásemos también ciertas reticencias que conoció Ortega, coincidiendo con el periodo de máximo esplendor y popularidad, con esa vertiginosa recta de su carrera que comienza con la I Bienal Hispanoamérica de 1951 y culmina con la excepcional antológica del Casón del Buen Retiro en 1970.
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A poco que intentemos comprender estas críticas negativas veremos que lo son en gran medida por motivos ajenos a las consideraciones artísticas, y que muy bien pueden ser explicadas por las circunstancias sociopolíticas. Recordemos que Gerardo Diego regresó demasiado pronto a la España Nacional y luego se había acomodado discretamente a la situación en su destino como profesor en el Instituto Beatriz Galindo, y que Eduardo Llosent fue nombrado director del Museo de Arte Moderno por Eugenio d' Ors en la inmediata posguerra o que Vivanco era miembro destacado de la élite cultural falangista. Por lo tanto, si estos tres mentores fueron una buena recomendación para Ortega al comienzo de los cincuenta, muy bien pudo ocurrir que después se convirtieran en una rémora cuando la crítica y la cultura en general comenzó a alinearse con la oposición al franquismo. Ya hemos aludido antes al artículo sobre Ortega Muñoz del poeta, ensayista y crítico de Arte Santos Torroella, quién lo enjuiciaba desde la disidencia catalanista como un pintor crecido al amparo de las bienales, que salvo excepciones había expuesto siempre ‹‹en locales oficiales u oficiosos››, aunque no dejaba de reconocer que, a diferencia del arte precedente, el pintor extremeño se hallaba ‹‹liberado ya de la férula académica›› y aportaba algo nuevo. Según Torroella Ortega, aunque fuera de manera inconsciente o involuntaria, estaría contribuyendo a una renovación sin traumas del arte oficial, lo que entonces equivalía a decir la imagen cultural del régimen : ‹‹El arte oficial, en trance de crisis y de urgente renovación, no podría hallar mejor salida para "cumplirse" de algún modo en algo de lo que se está haciendo que una pintura como la de Ortega Muñoz, reflejo no exacerbado de muchas inquietudes actuales y bastante inocua en general para que apoyarla o ampararla pueda significar correr una disparatada aventura››. La inauguración de la magna exposición de Ortega en al Casón del Buen Retiro, con su comitiva de políticos ampliamente reflejada por la prensa gráfica y la cadena de periódicos del Movimiento, tampoco debió de favorecerle ante la mirada crítica de la izquierda.

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Hemos hallado al menos un caso de sincera palinodia en el poeta José Hierro, quien siete años después y tras un conocimiento personal de Ortega Muñoz, reconocía su desmesura y parcialidad en la ‹‹diatriba negativa y negadora›› que él mismo había dedicado con motivo de la antológica del Casón. El propio Santos Torroella llegó a reconocer en 1988 que su cicatera valoración inicial de la obra de Ortega estaba condicionada por el contexto de las exposiciones, más que por valoraciones estéticas negativas.

Hay que decir también que ya en los años setenta comenzó a realizarse una especie de ‹‹relectura de izquierdas›› de la pintura de Ortega.
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Así, por ejemplo, Umbral lo presentará en una célebre entrevista como un creador comprometido con su obra, que no puede pintar ‹‹burgueses ni caballos›› y que por ello mismo ‹‹es un pintor social sin saberlo quizá››.
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Más contundente aún fue Leopoldo Azancot cuando reclamaba la necesidad de ‹‹rescatar a Ortega Muñoz de sus intérpretes, pues sólo así, liberada su obra de excrecencias exegéticas, podrá ser visto en su autenticidad››. A Ortega no cabe atribuirle esa calidad de ‹‹enaltecedora pintura regional››, como hiciera, por ejemplo, Gaya Nuño, ni menos aún suponerle caracteres raciales a un pintura que en todo caso es una meditación transfenoménica, y por ello universalista, de la naturaleza. En opinión de Azancot, ‹‹la voluntad de regionalismo de este pintor extremeño, fue entendida por los críticos de los años autárquicos y de los posteriores en un sentido fascista, como exaltación de los valores sombríos de la sangre y de la tierra, con lo que falseó singularmente el sentido de una obra carente de toda connotación ideológica perniciosa de este jaez››. Porque, ¿qué es lo que nos conmueve de los paisajes de Ortega?. No es, desde luego, su color local, su pintoresquismo, sino por el contrario lo que hay en ellos de eterno y esencial, su soledad, su inmutable belleza, siempre igual siempre distinta.

Naturalmente, esta perspectiva de juicio sobre la obra de Ortega ha de ser tenida en cuenta, del mismo modo que tampoco puede estar ausente en una selección de textos la recepción regional de su pintura, que en ocasiones corrió a cargo de escritores que mantenían con el artista profundas afinidades espirituales. Si no los recogiéramos, prodríamos incurrir en un olvido injusto, pero sobre todo en omisión histórica imperdonable, por cuanto también ellos, sus paisanos cultos, los críticos y escritores de su tierra, le ayudaron a encontrar el tono de un paisaje trascendido, despojado de violencias cromáticas, más íntimo y esencial. Extremadura, que hasta ahora ha sido tierra sin depósitos de la memoria, sin museos, bibliotecas, ni universidades, puede producirle al viajero desavisado - o al estante limitado por las anteojeras del prejuicio- una engañosa sensación de territorio ignaro en donde todo cultivo del intelecto comenzó con su proverbial llegada. Quizá por ello Michel Hubert Lépicouché ha podido hablar recientemente de ‹‹ausencia de publicaciones›› y de ‹‹falta de interés y de conocimiento por parte de las editoriales regionales›› hacia la vida y la obra de Godofredo Ortega Muñoz

Para corregir tan apresurada afirmación, y de paso dar testimonio de la temprana acogida que críticos y escritores extremeños depararon a la pintura de su paisano, no podía faltar una selección de los textos, por lo demás nada despreciables, que fueron apareciendo en los periódicos de la región a partir de los años cincuenta.

La crítica, como la espiral del serpentín, suele someter el prestigio de una obra a los altibajos y volatines de un lento proceso de decantación, pero el tiempo, que es el crisol último y más poderoso, termina aquilatando su verdadero mérito. Y el tiempo y el reposado silencio no ha hecho sino esclarecer y acrecentar el alto grado de estima que gozó siempre la pintura de Godofredo Ortega Muñoz.


@artículo publicado en franciscotomasperez.com